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28 noviembre 2016

¿Cómo Perdonar la Ofensa?



Según lo expresado en las Sagradas Escrituras, podemos definir el perdón como el acto deliberado de pasar completamente por alto una ofensa, como si nunca hubiese existido. En este artículo, procuraré brindar un esbozo útil para la iglesia acerca de este tema, apreciando cómo interpretarlo y experimentarlo a la luz de la verdad presente en el Nuevo Pacto.
En el Antiguo Pacto se muestra al hombre pecador como un deudor, cuya deuda Dios absuelve; esta absolución es tan eficaz, que Dios no ve ya los pecados, pues éstos quedan como echados detrás de él (Isaías 38:17), o en lo profundo del mar (Miqueas 7:18-20). Asimismo, vemos que el Señor, por medio del profeta Jeremías (31:31-34), y en clara referencia a lo que había de ser cumplido en el Nuevo Pacto, afirmó lo siguiente:
“He aquí que vienen días en los cuales haré nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá. No como el pacto que hice con sus padres el día que tomé su mano para sacarlos de la tierra de Egipto, pues ellos invalidaron mi pacto, aunque fui Yo un marido para ellos. Pero éste es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días: Daré mi Ley en su mente y la escribiré en su corazón, y Yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo. Y no enseñará más cada cual a su prójimo, y cada cual a su hermano, diciendo: ¡Conoce a YHVH!, porque todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más grande. Porque perdonaré su maldad, y no me acordaré más de sus pecados” (Biblia Textual).
Sin lugar a dudas, podemos afirmar entonces que junto al perdón divino se encuentra el olvido de las ofensas, razón por la cual el escritor de la Carta a los Hebreos (10:12,14-17), confirmando lo escrito por el profeta Jeremías, señaló que Cristo:
“… habiendo ofrecido un solo sacrificio para siempre por los pecados, se sentó a la diestra de Dios... Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados. Y nos testifica también el Espíritu Santo, porque después de haber dicho: Este es el pacto que haré con ellos: Después de aquellos días: Pondré mis leyes en sus corazones, y en sus mentes las escribiré; añade: Y ya nunca más me acordaré de sus pecados…”.
Como hijos de Dios, elegidos desde antes de la fundación del mundo, caminamos libres de culpa, conscientes que el sacrificio de Cristo fue más que suficiente para que Dios perdonara TODOS nuestros pecados para siempre. Aun cuando esto podría ser un tanto difícil de aceptar, debido a la educación religiosa legalista recibida, es probable que sea más digerible (en muchos ámbitos) que la puesta en práctica del perdón de nosotros hacia nuestro prójimo. Veamos qué encontramos en Su Palabra:
“Entonces Pedro fue y preguntó a Jesús: –Señor, ¿cuántas veces deberé perdonar a mi hermano, si me hace algo malo? ¿Hasta siete? Jesús le contestó: –No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por esto, sucede con el reino de los cielos como con un rey que quiso hacer cuentas con sus funcionarios. Estaba comenzando a hacerlas cuando le presentaron a uno que le debía muchos millones. Como aquel funcionario no tenía con qué pagar, el rey ordenó que lo vendieran como esclavo, junto con su esposa, sus hijos y todo lo que tenía, para que quedara pagada la deuda. El funcionario se arrodilló delante del rey, y le rogó: 'Tenga usted paciencia conmigo y se lo pagaré todo', y el rey tuvo compasión de él; así que le perdonó la deuda y lo puso en libertad. Pero al salir, aquel funcionario se encontró con un compañero suyo que le debía una pequeña cantidad. Lo agarró del cuello y comenzó a estrangularlo, diciéndole: '¡Págame lo que me debes!' El compañero, arrodillándose delante de él, le rogó: 'Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo'. Pero el otro no quiso, sino que lo hizo meter en la cárcel hasta que le pagara la deuda. Esto dolió mucho a los otros funcionarios, que fueron a contarle al rey todo lo sucedido. Entonces el rey lo mandó llamar, y le dijo: '¡Malvado! yo te perdoné toda aquella deuda porque me lo rogaste. Pues tú también debiste tener compasión de tu compañero, del mismo modo que yo tuve compasión de ti', y tanto se enojó el rey, que ordenó castigarlo hasta que pagara todo lo que debía. Jesús añadió: –Así hará también con ustedes mi Padre celestial, si cada uno de ustedes no perdona de corazón a su hermano” (Mateo 18:21-35, DHH).
¡Es evidente que el negarnos a perdonar tiene consecuencias duras! Imaginemos por un momento a una persona que no ha sido perdonada por nosotros, pero que ha recibido el perdón del Rey… ¿Realmente creemos que la puede estar pasando mal? Sin embargo, cuando no hemos perdonado (es decir, que no hemos pasado por alto la ofensa), somos nosotros los que estamos limitados con el peso del rencor que cargamos.
Como pueblo de Dios, redimidos por la sangre de Cristo, debemos estar claros acerca de cuál es la base por la cual el Señor nos ordena (en el Nuevo Pacto) a perdonar. Cuando perdono a alguien, no lo hago pensando en lo bueno que soy, y que esa es la razón por la que estoy pasando por alto la ofensa; no. Cuando perdono, lo hago porque Dios perdonó TODOS mis pecados, y así como Él lo hizo, yo debo hacerlo con quien lo necesite. Los escritos apostólicos dan luces al respecto:
 “Sea quitada de ustedes toda amargura, enojo, ira, gritos, insultos, así como toda malicia. Sean más bien amables unos con otros, misericordiosos, perdonándose unos a otros, así como también Dios los perdonó en Cristo” (Efesios 4:31-32, Nueva Biblia de Los Hispanos).
Si bien fuimos hechos perfectos PARA SIEMPRE, por lo que los santos seremos preservados hasta el final, no estamos exentos de distraernos con “zorras pequeñas” (Cantares 2:15), que pueden enredarnos “en los negocios de la vida” (2 Timoteo 2:4), y que al final de cuentas, no permanecen para nuestra recompensa (1 Corintios 3:14-15). Ejemplo de ello, y según el pasaje anterior, pudiésemos mencionar: amargura, enojo, ira… emociones que atan nuestra movilidad en el ministerio que el Señor nos dio: “… Tengan cuidado de que no brote ninguna raíz venenosa de amargura, la cual los trastorne a ustedes y envenene a muchos” (Hebreos 12:15 – NTV).
“Dios los escogió y los hizo su pueblo santo porque los ama. Por eso, vivan siempre con compasión, bondad, humildad, gentileza y mucha paciencia. No se enojen unos con otros, más bien, perdónense unos a otros. Cuando alguien haga algo malo, perdónenlo, así como también el Señor los perdonó a ustedes. Pero lo más importante de todo es que se amen unos a otros, porque el amor es lo que los mantiene perfectamente unidos. Permitan que la paz de Cristo controle siempre su manera de pensar, pues Cristo los ha llamado a formar un solo cuerpo para que haya paz; y den gracias a Dios siempre” (Colosenses 3:12-15, Palabra de Dios para Todos).

El apóstol le escribe a la iglesia de Colosas, invitándoles para que permitieran que “la paz de Cristo” controlara SIEMPRE su manera de pensar. Esta invitación, orden o mandamiento, se produce luego de que les escribe del perdón; esto no parece casual. Es evidente que el perdonar permite que la paz de Cristo controle nuestra manera de pensar… Todo esto lo podemos hacer, porque tenemos el amor (ágape) de Dios en nuestras vidas, y el propio Pablo escribió acerca de eso, lo siguiente: “El amor es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor (1 Corintios 13:4-5, Nueva Versión Internacional). Cuando perdonamos (pasamos por alto la ofensa), manifestamos al mundo lo siguiente (basado en las Escrituras):
1.      El Espíritu del Padre, un Espíritu de amor, habita en nosotros, quien nos perdonó en Cristo.
2.      Somos libres de cualquier tipo de amargura, enojo o ira, que pueda distraernos y nos inmovilice en nuestro llamado ministerial en el Cuerpo de Cristo.
3.      Confiamos en un Dios justo, el cual se encargará de la persona que nos hirió.
El hecho de que perdonemos, no significa que actuaremos como unos tontos. Pasamos por alto la ofensa, porque es nuestra naturaleza de amor, y así no nos contaminamos con rencores. Sin embargo, si sabemos o creemos que la otra persona no está arrepentida, debemos cuidarnos de dicha persona, afirmando (por ejemplo) como el apóstol Pablo en su Segunda Carta a Timoteo (4:14-15): “Alejandro el calderero me ha hecho muchos males; el Señor le pagará conforme a sus obras. Guárdate tú también de él, pues en gran manera se opuso a nuestras palabras”.
¡La paz de Cristo controla mi manera de pensar, porque he aprendido a perdonar! Exhortemos a nuestros hermanos, tal como se escribió antaño: “… dejemos a un lado todo lo que nos estorba…” (Hebreos 12:1), y vivamos juntos como Cuerpo la inigualable experiencia de no sólo ser libres espiritualmente, sino que nuestra mente y emociones estén igualmente saludables, pasando por alto las ofensas recibidas, por más fuertes que parezcan: “Todo lo puedo en el que me fortalece” (Filipenses 4:13).

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