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11 diciembre 2018

Avivando el Fuego


“Me acuerdo de tu fe sincera… Por esta razón, te recuerdo que avives el fuego del don espiritual que Dios te dio… Pues Dios no nos ha dado un espíritu de temor y timidez sino de poder, amor y autodisciplina” (2 Timoteo 1:5-7, NTV).
     La fe sincera que había en Timoteo, ocasionó que su padre (el apóstol Pablo) le recordara que avivara el fuego del don que Dios le había dado. Si Pablo hubiese tenido dudas con respecto a la sinceridad de la fe de Timoteo, muy probablemente no le fuese hecho el recordatorio, por cuanto estamos llamados a edificar el Cuerpo de Cristo, y no a entretenernos (perdiendo el tiempo), procurando el perfeccionamiento de gente que es cristiana, pero no ha nacido de nuevo.
El don al que Pablo se refería en el caso de Timoteo, era el que lo constituía como testigo del Señor (1:8), es decir, como predicador o maestro del evangelio; sin embargo, de manera general, sabemos que “A cada uno de nosotros se nos da un don espiritual para que nos ayudemos mutuamente” (1 Corintios 12:7 – NTV), esto es, en el Cuerpo de Cristo, es decir, Su iglesia, que no apunta para nada a la organización religiosa a la que perteneces, sino más bien a manifestar el don entre nuestros hermanos en la fe, en el contexto de una profunda comunión espiritual.
     La palabra griega que emplea el apóstol para indicarle a su hijo que avivara el fuego, es anazopuréo, y ésta denota “volver a encender, o mantener plenamente encendida una llama” (Diccionario Expositivo VINE, 1999). Conforme a las palabras apostólicas, podemos afirmar lo siguiente: El don espiritual que Dios te dio, tiene un fuego, y ese fuego debemos mantenerlo plenamente encendido. Notemos que Pablo no señala que Dios avivará el fuego, pues eso no le corresponde al Señor. Ya Dios te dio el don, y ahora es tu responsabilidad mantener su fuego avivado. Pero, ¿cómo avivamos el fuego?
     La mayoría de los maestros con cierta influencia religiosa, tenderán a mistificar el pasaje, y te dirán que se refiere “al fuego del Espíritu”, y relacionarán esta frase con el hecho de realizar muchos sacrificios religiosos para “encender la llama” de nuestra vida cristiana. Expresiones como: “Debes meterte en ayuno”, “Hay que hacer una vigilia de oración” o “Levántate de madrugada a orar” son típicas en estos escenarios; y no es que está mal hacer eso, sólo que ese mensaje no es el que se desprende de la exhortación de Pablo a Timoteo que tratamos en este momento.
     La clave para responder objetivamente a la pregunta que nos hicimos, está en las palabras apostólicas del verso 7:
1. Dios no nos ha dado un espíritu de temor y timidez.
2. Dios nos dio un espíritu de:
·         Poder (dúnamis: fuerza, capacidad).
·         Amor (agápe: es Dios mismo, según 1 Juan 4:8).
· Autodisciplina (sofronismós: control de nosotros mismos, sobriedad, prudencia).
¿Cómo avivamos el fuego del don que Dios nos dio? Simplemente actuando conforme a la naturaleza que hemos recibido en Cristo. El énfasis del apóstol no está en algo místico, sino en la acción de todo nuestro ser (espíritu, alma y cuerpo) a la causa divina:
Recibimos poder (un cuerpo) para hacer lo que se nos encomendó, y tú sabes bien lo que el Señor ha puesto en tu espíritu. Debemos hacerlo con el espíritu de amor que nos gobierna (1 Corintios 13:4-8), pero con la autodisciplina correspondiente (el alma sujeta) que nos prevenga de los molestos excesos, que lejos de edificar, mutilan el cuerpo. Así que el momento perfecto para avivar el fuego es ahora, pues ya tenemos todo lo que necesitamos para operar en el don (Colosenses 2:10), sin ser defraudados… ¡Manos a la obra!

10 febrero 2018

Disfrutando la Vida Eterna



En nuestro caminar en el Señor, nos encontramos con muchas interrogantes, que a medida que avanzamos en el conocimiento pleno de Cristo (Efesios 4:13), se van respondiendo. Sin embargo, es un hecho reconocido que las respuestas que obtenemos de manera general en un momento dado, obedecen en muchas ocasiones (si no todas) a ideas y/o conceptos preconcebidos con respecto a los asuntos teológicos que nos embargan. Habitualmente, estas líneas de pensamiento son forjadas desde nuestra niñez biológica y en el evangelio, principalmente a través de nuestros padres y tutores, además de la información empírica que recibimos en el trayecto.
Con lo señalado en el párrafo anterior, pretendo establecer una plataforma sobre la que edificaré lo que considero es una verdad balsámica para muchos hermanos que han sido asaltados por la duda en algún momento de su transitar en la fe. La seguridad que tenemos en Cristo no tiene parangón con ninguna promesa efímera de sosiego que nos pueda ofrecer algún concilio religioso en su cuerpo doctrinal dogmático. Así que, reconociendo esto como verdad incuestionable de la Palabra de Dios, comenzamos entonces…
En el Nuevo Testamento encontramos que usaban 2 palabras en griego para referirse a lo que hoy vemos traducido como “vida”. Estas palabras fueron “psuque”: aliento, hálito de vida, y por ende, el alma, en la mayoría de sus acepciones; y “zoé”: vida en el sentido absoluto, vida como la tiene Dios, aquello que el Padre tiene en sí mismo, y que el Hijo manifestó en el mundo (1 Juan 1:2).
Para ver esto con mayor claridad, citaré un versículo ejemplar en donde Jesús empleó las 2 palabras: “El que ama su vida [psuque: alma], la pierde; y el que aborrece su vida [psuque: alma] en este mundo, la guardará para vida [zoé] eterna [aionios]” (Juan 12:25). Si bien es cierto que no necesitamos ser unos eruditos bíblicos para discernir rápidamente lo que quiso decir nuestro Señor en este pasaje, en cuanto a que lo espiritual del Reino de Dios es más importante que los deseos terrenales de nuestras almas, también es cierto que cuando observamos las palabras griegas utilizadas en esta ocasión, podemos comprender mejor la diferencia en la aplicación de ambos términos, y recibimos entonces con alegría declaraciones como éstas:
·         “El que cree en el Hijo, tiene vida eterna…” (Juan 3:36).
·         “De cierto, de cierto les digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no será condenado, sino que ha pasado de muerte a vida” (Juan 5:24).
·         “Les aseguro que quien cree, tiene vida eterna” (Juan 6:47).
·       “Las que son mis ovejas, oyen mi voz; y yo las conozco, y ellas me siguen. Y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre” (Juan 10:27-29).
·     “… la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Romanos 6:23).
·         “Este es el testimonio: Dios nos ha dado vida eterna, y esa vida se encuentra en su Hijo. El que tiene al Hijo tiene esa vida, pero el que no tiene al Hijo de Dios, no la tiene. Les escribo esto a ustedes que creen en el Hijo de Dios, para que sepan que tienen vida eterna” (1 Juan 5:11-13).
No hay duda entonces de que la vida eterna en Cristo es una realidad vigente para nosotros, y no algo que tenemos que esperar para disfrutar. El propio Jesús lo definió de esta manera: “Esta es la vida eterna: que ellos te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien tú enviaste” (Juan 17:3). El recibir esta revelación nos libera de muchos temores que se hacen presentes por la ignorancia evidente de la Palabra de Dios en buena parte de la iglesia, y que, en muchas ocasiones, es aprovechada por líderes u organizaciones religiosas para manipular y generar dependencia en ellos. 
Uno de los temas en cuestión, que ha sido erróneamente aplicado al pueblo de Dios, es el que tiene que ver con la blasfemia, específicamente aquella que va dirigida contra el Espíritu Santo. Por tal motivo, me dispongo a dar luz con respecto a esta temática, que puede significar (para quienes son niños en el Señor) un escollo en su caminar, pero que debe ser entendida y asumida con madurez y objetividad, según la verdad presente en nosotros como iglesia. 
Se estima que la palabra “blasphemia” proviene del griego “blapto” (dañar) y “feme” (habla). Entonces, en un sentido literal, significa simplemente: “hablar para dañar” (injuriar). La blasfemia tiene en la Sagrada Escritura un sentido más amplio que en el lenguaje común. Incluía la calumnia, y abarca cualquier palabra o acto ofensivo a la majestad divina. 
Para evitar todo lo más posible esto último, llegó incluso a omitirse la pronunciación misma del nombre sagrado de Dios (YHWH) sustituyéndolo con «Adonai» («Señor»). En el Nuevo Testamento, blasfemia significa la usurpación por el hombre de las prerrogativas divinas. Los enemigos de Jesús lo acusaron de blasfemia (Mateo 26:63-65; Juan 10:30-33), porque no reconocían su deidad. Los evangelistas consideran blasfemia toda injuria a Cristo. 
En una ocasión, los religiosos afirmaron que Jesús echaba fuera a los demonios utilizando un poder diabólico, menospreciando así la obra del Espíritu Santo. Es allí cuando el Señor hace una declaración que hasta el día de hoy puede atormentar a muchos que temen haber cometido este pecado, o que se angustian ante la posibilidad de cometerlo: “Les aseguro que todos los pecados y blasfemias se les perdonarán a todos por igual, excepto a quien blasfeme contra el Espíritu Santo. Éste no tendrá perdón jamás; es culpable de un pecado eterno” (Marcos 3:28-29). 
En el pasaje anterior, la clave está en que quien blasfema contra el Espíritu, lo hace porque ya está condenado… Esto no es comprensible con nuestra mente natural, pero la realidad espiritual es que la persona que blasfema contra el Espíritu Santo, lo hace porque (desde la eternidad) ES culpable (Proverbios 16:4), y por eso, obra de esa manera irreversiblemente. Ahora, para quienes se inquietan por esto, he aquí unas palabras de tranquilidad:
Cuando nacimos de nuevo (2 Corintios 5:17), fuimos sellados con el Espíritu Santo (Efesios 1:13), pues Él vino a morar en nosotros (Juan 14:17; 1 Corintios 3:16) eternamente (Hebreos 10:14); no como en el Antiguo Pacto, en donde el Espíritu visitaba al pueblo… Ahora nos habita. Nosotros somos hijos (Juan 1:12-13), y aunque fallemos en algún momento, no dejamos de serlo (Romanos 8:38-39), si bien es cierto que recibimos disciplina como lo que somos: hijos (Hebreos 12:6-11), pero en ninguna parte del Nuevo Pacto encontramos que el Espíritu se aparta de nosotros, una vez que fuimos sellados.
El Espíritu Santo se puede entristecer (Efesios 4:30), pues cuando satisfacemos los deseos de nuestra naturaleza humana (Gálatas 5:16-17), lo “apagamos” (1 Tesalonicenses 5:19), es decir, detenemos su obra transformadora en nosotros y a través de nosotros; sin embargo, aunque esto pueda suceder en un momento dado, no se nos dice que quedaremos huérfanos, debido a que nuestra adopción como hijos no depende de lo que hagamos o dejemos de hacer… depende simple y llanamente de lo que Cristo hizo en la cruz (pura gracia).
Así que, es obvio que, si el Espíritu Santo vive en nosotros, por más distraídos que nos encontremos en algún momento, nunca blasfemaremos contra Él, porque nuestra nueva naturaleza no puede concebir eso, y como escribió el teólogo Arthur Gabriel Hebert: “A las personas que se sienten atormentadas en su alma por el temor de haber cometido el pecado contra el Espíritu Santo, se les debería decir, en la mayoría de los casos, que su misma preocupación es prueba de que no han cometido dicho pecado”.
“Por lo demás, hermanos, piensen en todo lo que es verdadero, en todo lo honesto, en todo lo justo, en todo lo puro, en todo lo amable, en todo lo que es digno de alabanza; si hay en ello alguna virtud, si hay algo que admirar, piensen en ello” (Filipenses 4:8). Tenemos bastantes cosas productivas en qué pensar, como para gastar nuestro tiempo en temores inútiles… Disfrutemos lo que nos ha sido dado: vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro, e impregnemos a los demás de Su esplendoroso aroma como fieles embajadores.