En nuestro caminar en el Señor, nos encontramos con muchas
interrogantes, que a medida que avanzamos en el conocimiento pleno de Cristo
(Efesios 4:13), se van respondiendo. Sin embargo, es un hecho reconocido que las
respuestas que obtenemos de manera general en un momento dado, obedecen en
muchas ocasiones (si no todas) a ideas y/o conceptos preconcebidos con respecto
a los asuntos teológicos que nos embargan. Habitualmente, estas líneas de
pensamiento son forjadas desde nuestra niñez biológica y en el evangelio, principalmente
a través de nuestros padres y tutores, además de la información empírica que
recibimos en el trayecto.
Con lo señalado en el
párrafo anterior, pretendo establecer una plataforma sobre la que edificaré lo
que considero es una verdad balsámica para muchos hermanos que han sido
asaltados por la duda en algún momento de su transitar en la fe. La seguridad que tenemos en Cristo no tiene
parangón con ninguna promesa efímera de sosiego que nos pueda ofrecer algún concilio
religioso en su cuerpo doctrinal dogmático. Así que, reconociendo esto como
verdad incuestionable de la Palabra de Dios, comenzamos entonces…
En el Nuevo Testamento
encontramos que usaban 2 palabras en griego para referirse a lo que hoy vemos
traducido como “vida”. Estas palabras fueron “psuque”: aliento, hálito de vida, y por ende, el alma, en la
mayoría de sus acepciones; y “zoé”: vida
en el sentido absoluto, vida como la tiene Dios, aquello que el Padre tiene en
sí mismo, y que el Hijo manifestó en el mundo (1 Juan 1:2).
Para ver esto con
mayor claridad, citaré un versículo ejemplar en donde Jesús empleó las 2
palabras: “El que ama su vida [psuque:
alma], la pierde; y el que aborrece su vida [psuque: alma] en este mundo, la guardará para vida [zoé] eterna [aionios]” (Juan 12:25). Si
bien es cierto que no necesitamos ser unos eruditos bíblicos para discernir rápidamente
lo que quiso decir nuestro Señor en este pasaje, en cuanto a que lo espiritual del Reino de Dios es más
importante que los deseos terrenales de nuestras almas, también es cierto
que cuando observamos las palabras griegas utilizadas en esta ocasión, podemos
comprender mejor la diferencia en la aplicación de ambos términos, y recibimos
entonces con alegría declaraciones como éstas:
·
“El que cree en el Hijo, tiene vida eterna…” (Juan 3:36).
·
“De cierto, de cierto les
digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no será
condenado, sino que ha pasado de
muerte a vida” (Juan 5:24).
·
“Les aseguro que quien cree,
tiene vida eterna” (Juan 6:47).
· “Las que son mis ovejas,
oyen mi voz; y yo las conozco, y ellas me siguen. Y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de
mi mano. Mi Padre, que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede
arrebatar de la mano de mi Padre” (Juan 10:27-29).
· “… la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, nuestro Señor”
(Romanos 6:23).
·
“Este es el testimonio: Dios nos ha dado vida eterna, y esa
vida se encuentra en su Hijo. El que tiene al Hijo tiene esa vida, pero el que
no tiene al Hijo de Dios, no la tiene. Les escribo esto a ustedes que creen en
el Hijo de Dios, para que sepan que
tienen vida eterna” (1 Juan 5:11-13).
No hay duda entonces de que la vida eterna en Cristo
es una realidad vigente para nosotros, y no algo que tenemos que esperar para
disfrutar. El propio Jesús lo definió de esta manera: “Esta es la vida eterna: que ellos te conozcan a ti, el único Dios
verdadero, y a Jesucristo a quien tú enviaste” (Juan 17:3). El recibir esta
revelación nos libera de muchos temores que se hacen presentes por la
ignorancia evidente de la Palabra de Dios en buena parte de la iglesia, y que,
en muchas ocasiones, es aprovechada por líderes u organizaciones religiosas
para manipular y generar dependencia en ellos.
Uno de los temas en cuestión, que ha sido
erróneamente aplicado al pueblo de Dios, es el que tiene que ver con la
blasfemia, específicamente aquella que va dirigida contra el Espíritu Santo.
Por tal motivo, me dispongo a dar luz con respecto a esta temática, que puede
significar (para quienes son niños en el Señor) un escollo en su caminar, pero
que debe ser entendida y asumida con madurez
y objetividad, según la verdad
presente en nosotros como iglesia.
Se estima que la palabra “blasphemia” proviene del griego “blapto” (dañar) y “feme” (habla).
Entonces, en un sentido literal, significa simplemente: “hablar para dañar” (injuriar). La blasfemia tiene en la Sagrada Escritura un sentido más amplio
que en el lenguaje común. Incluía la calumnia,
y abarca cualquier palabra o acto ofensivo a
la majestad divina.
Para evitar todo lo más posible esto último, llegó
incluso a omitirse la pronunciación misma del nombre sagrado de Dios (YHWH)
sustituyéndolo con «Adonai» («Señor»). En el Nuevo Testamento, blasfemia
significa la usurpación por el hombre de
las prerrogativas divinas. Los enemigos de Jesús lo acusaron de blasfemia
(Mateo 26:63-65; Juan 10:30-33), porque no reconocían su deidad. Los
evangelistas consideran blasfemia toda injuria a Cristo.
En una ocasión, los religiosos afirmaron que Jesús
echaba fuera a los demonios utilizando un poder diabólico, menospreciando así
la obra del Espíritu Santo. Es allí cuando el Señor hace una declaración que
hasta el día de hoy puede atormentar a muchos que temen haber cometido este
pecado, o que se angustian ante la posibilidad de cometerlo: “Les aseguro que
todos los pecados y blasfemias se les perdonarán a todos por igual, excepto a
quien blasfeme contra el Espíritu Santo. Éste no tendrá perdón jamás; es culpable de un pecado eterno” (Marcos
3:28-29).
En el pasaje anterior, la clave está en que quien blasfema
contra el Espíritu, lo hace porque ya
está condenado… Esto no es comprensible con nuestra mente natural, pero la
realidad espiritual es que la persona que blasfema contra el Espíritu Santo, lo
hace porque (desde la eternidad) ES
culpable (Proverbios 16:4), y por eso, obra de esa manera irreversiblemente. Ahora,
para quienes se inquietan por esto, he
aquí unas palabras de tranquilidad:
Cuando nacimos de
nuevo (2 Corintios 5:17), fuimos
sellados con el Espíritu Santo (Efesios 1:13), pues Él vino a morar en
nosotros (Juan 14:17; 1 Corintios 3:16) eternamente (Hebreos 10:14); no como en
el Antiguo Pacto, en donde el Espíritu visitaba al pueblo… Ahora nos habita. Nosotros
somos hijos (Juan 1:12-13), y aunque fallemos en algún momento, no dejamos de
serlo (Romanos 8:38-39), si bien es cierto que recibimos disciplina como lo que
somos: hijos (Hebreos 12:6-11), pero en ninguna parte del Nuevo Pacto
encontramos que el Espíritu se aparta de nosotros, una vez que fuimos sellados.
El Espíritu Santo se
puede entristecer (Efesios 4:30), pues cuando satisfacemos los deseos de
nuestra naturaleza humana (Gálatas 5:16-17), lo “apagamos” (1 Tesalonicenses
5:19), es decir, detenemos su obra transformadora en nosotros y a través de
nosotros; sin embargo, aunque esto pueda suceder en un momento dado, no se nos
dice que quedaremos huérfanos, debido a que nuestra adopción como hijos no
depende de lo que hagamos o dejemos de hacer… depende simple y llanamente de lo
que Cristo hizo en la cruz (pura gracia).
Así que, es obvio que,
si el Espíritu Santo vive en nosotros, por más distraídos que nos encontremos
en algún momento, nunca blasfemaremos contra Él, porque nuestra nueva naturaleza
no puede concebir eso, y como escribió el teólogo Arthur Gabriel Hebert: “A las
personas que se sienten atormentadas en su alma por el temor de haber cometido
el pecado contra el Espíritu Santo, se les debería decir, en la mayoría de los
casos, que su misma preocupación es
prueba de que no han cometido dicho pecado”.
“Por lo demás,
hermanos, piensen en todo lo que es
verdadero, en todo lo honesto, en todo lo justo, en todo lo puro, en todo lo
amable, en todo lo que es digno de alabanza; si hay en ello alguna virtud, si
hay algo que admirar, piensen en ello” (Filipenses 4:8). Tenemos bastantes
cosas productivas en qué pensar, como para gastar nuestro tiempo en temores inútiles…
Disfrutemos lo que nos ha sido dado:
vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro, e impregnemos a los demás de Su esplendoroso
aroma como fieles embajadores.