Buscar...

Mostrando entradas con la etiqueta Casa de Gobierno. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Casa de Gobierno. Mostrar todas las entradas

10 febrero 2018

Disfrutando la Vida Eterna



En nuestro caminar en el Señor, nos encontramos con muchas interrogantes, que a medida que avanzamos en el conocimiento pleno de Cristo (Efesios 4:13), se van respondiendo. Sin embargo, es un hecho reconocido que las respuestas que obtenemos de manera general en un momento dado, obedecen en muchas ocasiones (si no todas) a ideas y/o conceptos preconcebidos con respecto a los asuntos teológicos que nos embargan. Habitualmente, estas líneas de pensamiento son forjadas desde nuestra niñez biológica y en el evangelio, principalmente a través de nuestros padres y tutores, además de la información empírica que recibimos en el trayecto.
Con lo señalado en el párrafo anterior, pretendo establecer una plataforma sobre la que edificaré lo que considero es una verdad balsámica para muchos hermanos que han sido asaltados por la duda en algún momento de su transitar en la fe. La seguridad que tenemos en Cristo no tiene parangón con ninguna promesa efímera de sosiego que nos pueda ofrecer algún concilio religioso en su cuerpo doctrinal dogmático. Así que, reconociendo esto como verdad incuestionable de la Palabra de Dios, comenzamos entonces…
En el Nuevo Testamento encontramos que usaban 2 palabras en griego para referirse a lo que hoy vemos traducido como “vida”. Estas palabras fueron “psuque”: aliento, hálito de vida, y por ende, el alma, en la mayoría de sus acepciones; y “zoé”: vida en el sentido absoluto, vida como la tiene Dios, aquello que el Padre tiene en sí mismo, y que el Hijo manifestó en el mundo (1 Juan 1:2).
Para ver esto con mayor claridad, citaré un versículo ejemplar en donde Jesús empleó las 2 palabras: “El que ama su vida [psuque: alma], la pierde; y el que aborrece su vida [psuque: alma] en este mundo, la guardará para vida [zoé] eterna [aionios]” (Juan 12:25). Si bien es cierto que no necesitamos ser unos eruditos bíblicos para discernir rápidamente lo que quiso decir nuestro Señor en este pasaje, en cuanto a que lo espiritual del Reino de Dios es más importante que los deseos terrenales de nuestras almas, también es cierto que cuando observamos las palabras griegas utilizadas en esta ocasión, podemos comprender mejor la diferencia en la aplicación de ambos términos, y recibimos entonces con alegría declaraciones como éstas:
·         “El que cree en el Hijo, tiene vida eterna…” (Juan 3:36).
·         “De cierto, de cierto les digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no será condenado, sino que ha pasado de muerte a vida” (Juan 5:24).
·         “Les aseguro que quien cree, tiene vida eterna” (Juan 6:47).
·       “Las que son mis ovejas, oyen mi voz; y yo las conozco, y ellas me siguen. Y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre” (Juan 10:27-29).
·     “… la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Romanos 6:23).
·         “Este es el testimonio: Dios nos ha dado vida eterna, y esa vida se encuentra en su Hijo. El que tiene al Hijo tiene esa vida, pero el que no tiene al Hijo de Dios, no la tiene. Les escribo esto a ustedes que creen en el Hijo de Dios, para que sepan que tienen vida eterna” (1 Juan 5:11-13).
No hay duda entonces de que la vida eterna en Cristo es una realidad vigente para nosotros, y no algo que tenemos que esperar para disfrutar. El propio Jesús lo definió de esta manera: “Esta es la vida eterna: que ellos te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien tú enviaste” (Juan 17:3). El recibir esta revelación nos libera de muchos temores que se hacen presentes por la ignorancia evidente de la Palabra de Dios en buena parte de la iglesia, y que, en muchas ocasiones, es aprovechada por líderes u organizaciones religiosas para manipular y generar dependencia en ellos. 
Uno de los temas en cuestión, que ha sido erróneamente aplicado al pueblo de Dios, es el que tiene que ver con la blasfemia, específicamente aquella que va dirigida contra el Espíritu Santo. Por tal motivo, me dispongo a dar luz con respecto a esta temática, que puede significar (para quienes son niños en el Señor) un escollo en su caminar, pero que debe ser entendida y asumida con madurez y objetividad, según la verdad presente en nosotros como iglesia. 
Se estima que la palabra “blasphemia” proviene del griego “blapto” (dañar) y “feme” (habla). Entonces, en un sentido literal, significa simplemente: “hablar para dañar” (injuriar). La blasfemia tiene en la Sagrada Escritura un sentido más amplio que en el lenguaje común. Incluía la calumnia, y abarca cualquier palabra o acto ofensivo a la majestad divina. 
Para evitar todo lo más posible esto último, llegó incluso a omitirse la pronunciación misma del nombre sagrado de Dios (YHWH) sustituyéndolo con «Adonai» («Señor»). En el Nuevo Testamento, blasfemia significa la usurpación por el hombre de las prerrogativas divinas. Los enemigos de Jesús lo acusaron de blasfemia (Mateo 26:63-65; Juan 10:30-33), porque no reconocían su deidad. Los evangelistas consideran blasfemia toda injuria a Cristo. 
En una ocasión, los religiosos afirmaron que Jesús echaba fuera a los demonios utilizando un poder diabólico, menospreciando así la obra del Espíritu Santo. Es allí cuando el Señor hace una declaración que hasta el día de hoy puede atormentar a muchos que temen haber cometido este pecado, o que se angustian ante la posibilidad de cometerlo: “Les aseguro que todos los pecados y blasfemias se les perdonarán a todos por igual, excepto a quien blasfeme contra el Espíritu Santo. Éste no tendrá perdón jamás; es culpable de un pecado eterno” (Marcos 3:28-29). 
En el pasaje anterior, la clave está en que quien blasfema contra el Espíritu, lo hace porque ya está condenado… Esto no es comprensible con nuestra mente natural, pero la realidad espiritual es que la persona que blasfema contra el Espíritu Santo, lo hace porque (desde la eternidad) ES culpable (Proverbios 16:4), y por eso, obra de esa manera irreversiblemente. Ahora, para quienes se inquietan por esto, he aquí unas palabras de tranquilidad:
Cuando nacimos de nuevo (2 Corintios 5:17), fuimos sellados con el Espíritu Santo (Efesios 1:13), pues Él vino a morar en nosotros (Juan 14:17; 1 Corintios 3:16) eternamente (Hebreos 10:14); no como en el Antiguo Pacto, en donde el Espíritu visitaba al pueblo… Ahora nos habita. Nosotros somos hijos (Juan 1:12-13), y aunque fallemos en algún momento, no dejamos de serlo (Romanos 8:38-39), si bien es cierto que recibimos disciplina como lo que somos: hijos (Hebreos 12:6-11), pero en ninguna parte del Nuevo Pacto encontramos que el Espíritu se aparta de nosotros, una vez que fuimos sellados.
El Espíritu Santo se puede entristecer (Efesios 4:30), pues cuando satisfacemos los deseos de nuestra naturaleza humana (Gálatas 5:16-17), lo “apagamos” (1 Tesalonicenses 5:19), es decir, detenemos su obra transformadora en nosotros y a través de nosotros; sin embargo, aunque esto pueda suceder en un momento dado, no se nos dice que quedaremos huérfanos, debido a que nuestra adopción como hijos no depende de lo que hagamos o dejemos de hacer… depende simple y llanamente de lo que Cristo hizo en la cruz (pura gracia).
Así que, es obvio que, si el Espíritu Santo vive en nosotros, por más distraídos que nos encontremos en algún momento, nunca blasfemaremos contra Él, porque nuestra nueva naturaleza no puede concebir eso, y como escribió el teólogo Arthur Gabriel Hebert: “A las personas que se sienten atormentadas en su alma por el temor de haber cometido el pecado contra el Espíritu Santo, se les debería decir, en la mayoría de los casos, que su misma preocupación es prueba de que no han cometido dicho pecado”.
“Por lo demás, hermanos, piensen en todo lo que es verdadero, en todo lo honesto, en todo lo justo, en todo lo puro, en todo lo amable, en todo lo que es digno de alabanza; si hay en ello alguna virtud, si hay algo que admirar, piensen en ello” (Filipenses 4:8). Tenemos bastantes cosas productivas en qué pensar, como para gastar nuestro tiempo en temores inútiles… Disfrutemos lo que nos ha sido dado: vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro, e impregnemos a los demás de Su esplendoroso aroma como fieles embajadores.

28 noviembre 2016

¿Cómo Perdonar la Ofensa?



Según lo expresado en las Sagradas Escrituras, podemos definir el perdón como el acto deliberado de pasar completamente por alto una ofensa, como si nunca hubiese existido. En este artículo, procuraré brindar un esbozo útil para la iglesia acerca de este tema, apreciando cómo interpretarlo y experimentarlo a la luz de la verdad presente en el Nuevo Pacto.
En el Antiguo Pacto se muestra al hombre pecador como un deudor, cuya deuda Dios absuelve; esta absolución es tan eficaz, que Dios no ve ya los pecados, pues éstos quedan como echados detrás de él (Isaías 38:17), o en lo profundo del mar (Miqueas 7:18-20). Asimismo, vemos que el Señor, por medio del profeta Jeremías (31:31-34), y en clara referencia a lo que había de ser cumplido en el Nuevo Pacto, afirmó lo siguiente:
“He aquí que vienen días en los cuales haré nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá. No como el pacto que hice con sus padres el día que tomé su mano para sacarlos de la tierra de Egipto, pues ellos invalidaron mi pacto, aunque fui Yo un marido para ellos. Pero éste es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días: Daré mi Ley en su mente y la escribiré en su corazón, y Yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo. Y no enseñará más cada cual a su prójimo, y cada cual a su hermano, diciendo: ¡Conoce a YHVH!, porque todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más grande. Porque perdonaré su maldad, y no me acordaré más de sus pecados” (Biblia Textual).
Sin lugar a dudas, podemos afirmar entonces que junto al perdón divino se encuentra el olvido de las ofensas, razón por la cual el escritor de la Carta a los Hebreos (10:12,14-17), confirmando lo escrito por el profeta Jeremías, señaló que Cristo:
“… habiendo ofrecido un solo sacrificio para siempre por los pecados, se sentó a la diestra de Dios... Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados. Y nos testifica también el Espíritu Santo, porque después de haber dicho: Este es el pacto que haré con ellos: Después de aquellos días: Pondré mis leyes en sus corazones, y en sus mentes las escribiré; añade: Y ya nunca más me acordaré de sus pecados…”.
Como hijos de Dios, elegidos desde antes de la fundación del mundo, caminamos libres de culpa, conscientes que el sacrificio de Cristo fue más que suficiente para que Dios perdonara TODOS nuestros pecados para siempre. Aun cuando esto podría ser un tanto difícil de aceptar, debido a la educación religiosa legalista recibida, es probable que sea más digerible (en muchos ámbitos) que la puesta en práctica del perdón de nosotros hacia nuestro prójimo. Veamos qué encontramos en Su Palabra:
“Entonces Pedro fue y preguntó a Jesús: –Señor, ¿cuántas veces deberé perdonar a mi hermano, si me hace algo malo? ¿Hasta siete? Jesús le contestó: –No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por esto, sucede con el reino de los cielos como con un rey que quiso hacer cuentas con sus funcionarios. Estaba comenzando a hacerlas cuando le presentaron a uno que le debía muchos millones. Como aquel funcionario no tenía con qué pagar, el rey ordenó que lo vendieran como esclavo, junto con su esposa, sus hijos y todo lo que tenía, para que quedara pagada la deuda. El funcionario se arrodilló delante del rey, y le rogó: 'Tenga usted paciencia conmigo y se lo pagaré todo', y el rey tuvo compasión de él; así que le perdonó la deuda y lo puso en libertad. Pero al salir, aquel funcionario se encontró con un compañero suyo que le debía una pequeña cantidad. Lo agarró del cuello y comenzó a estrangularlo, diciéndole: '¡Págame lo que me debes!' El compañero, arrodillándose delante de él, le rogó: 'Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo'. Pero el otro no quiso, sino que lo hizo meter en la cárcel hasta que le pagara la deuda. Esto dolió mucho a los otros funcionarios, que fueron a contarle al rey todo lo sucedido. Entonces el rey lo mandó llamar, y le dijo: '¡Malvado! yo te perdoné toda aquella deuda porque me lo rogaste. Pues tú también debiste tener compasión de tu compañero, del mismo modo que yo tuve compasión de ti', y tanto se enojó el rey, que ordenó castigarlo hasta que pagara todo lo que debía. Jesús añadió: –Así hará también con ustedes mi Padre celestial, si cada uno de ustedes no perdona de corazón a su hermano” (Mateo 18:21-35, DHH).
¡Es evidente que el negarnos a perdonar tiene consecuencias duras! Imaginemos por un momento a una persona que no ha sido perdonada por nosotros, pero que ha recibido el perdón del Rey… ¿Realmente creemos que la puede estar pasando mal? Sin embargo, cuando no hemos perdonado (es decir, que no hemos pasado por alto la ofensa), somos nosotros los que estamos limitados con el peso del rencor que cargamos.
Como pueblo de Dios, redimidos por la sangre de Cristo, debemos estar claros acerca de cuál es la base por la cual el Señor nos ordena (en el Nuevo Pacto) a perdonar. Cuando perdono a alguien, no lo hago pensando en lo bueno que soy, y que esa es la razón por la que estoy pasando por alto la ofensa; no. Cuando perdono, lo hago porque Dios perdonó TODOS mis pecados, y así como Él lo hizo, yo debo hacerlo con quien lo necesite. Los escritos apostólicos dan luces al respecto:
 “Sea quitada de ustedes toda amargura, enojo, ira, gritos, insultos, así como toda malicia. Sean más bien amables unos con otros, misericordiosos, perdonándose unos a otros, así como también Dios los perdonó en Cristo” (Efesios 4:31-32, Nueva Biblia de Los Hispanos).
Si bien fuimos hechos perfectos PARA SIEMPRE, por lo que los santos seremos preservados hasta el final, no estamos exentos de distraernos con “zorras pequeñas” (Cantares 2:15), que pueden enredarnos “en los negocios de la vida” (2 Timoteo 2:4), y que al final de cuentas, no permanecen para nuestra recompensa (1 Corintios 3:14-15). Ejemplo de ello, y según el pasaje anterior, pudiésemos mencionar: amargura, enojo, ira… emociones que atan nuestra movilidad en el ministerio que el Señor nos dio: “… Tengan cuidado de que no brote ninguna raíz venenosa de amargura, la cual los trastorne a ustedes y envenene a muchos” (Hebreos 12:15 – NTV).
“Dios los escogió y los hizo su pueblo santo porque los ama. Por eso, vivan siempre con compasión, bondad, humildad, gentileza y mucha paciencia. No se enojen unos con otros, más bien, perdónense unos a otros. Cuando alguien haga algo malo, perdónenlo, así como también el Señor los perdonó a ustedes. Pero lo más importante de todo es que se amen unos a otros, porque el amor es lo que los mantiene perfectamente unidos. Permitan que la paz de Cristo controle siempre su manera de pensar, pues Cristo los ha llamado a formar un solo cuerpo para que haya paz; y den gracias a Dios siempre” (Colosenses 3:12-15, Palabra de Dios para Todos).

El apóstol le escribe a la iglesia de Colosas, invitándoles para que permitieran que “la paz de Cristo” controlara SIEMPRE su manera de pensar. Esta invitación, orden o mandamiento, se produce luego de que les escribe del perdón; esto no parece casual. Es evidente que el perdonar permite que la paz de Cristo controle nuestra manera de pensar… Todo esto lo podemos hacer, porque tenemos el amor (ágape) de Dios en nuestras vidas, y el propio Pablo escribió acerca de eso, lo siguiente: “El amor es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor (1 Corintios 13:4-5, Nueva Versión Internacional). Cuando perdonamos (pasamos por alto la ofensa), manifestamos al mundo lo siguiente (basado en las Escrituras):
1.      El Espíritu del Padre, un Espíritu de amor, habita en nosotros, quien nos perdonó en Cristo.
2.      Somos libres de cualquier tipo de amargura, enojo o ira, que pueda distraernos y nos inmovilice en nuestro llamado ministerial en el Cuerpo de Cristo.
3.      Confiamos en un Dios justo, el cual se encargará de la persona que nos hirió.
El hecho de que perdonemos, no significa que actuaremos como unos tontos. Pasamos por alto la ofensa, porque es nuestra naturaleza de amor, y así no nos contaminamos con rencores. Sin embargo, si sabemos o creemos que la otra persona no está arrepentida, debemos cuidarnos de dicha persona, afirmando (por ejemplo) como el apóstol Pablo en su Segunda Carta a Timoteo (4:14-15): “Alejandro el calderero me ha hecho muchos males; el Señor le pagará conforme a sus obras. Guárdate tú también de él, pues en gran manera se opuso a nuestras palabras”.
¡La paz de Cristo controla mi manera de pensar, porque he aprendido a perdonar! Exhortemos a nuestros hermanos, tal como se escribió antaño: “… dejemos a un lado todo lo que nos estorba…” (Hebreos 12:1), y vivamos juntos como Cuerpo la inigualable experiencia de no sólo ser libres espiritualmente, sino que nuestra mente y emociones estén igualmente saludables, pasando por alto las ofensas recibidas, por más fuertes que parezcan: “Todo lo puedo en el que me fortalece” (Filipenses 4:13).

11 agosto 2016

¿Dónde está la Iglesia?



La palabra griega traducida como "iglesia" (ekklesia), aparece más de 100 veces en las Escrituras, y muestra un trasfondo bastante interesante: En la antigua Grecia, la Ekklesia era la gente convocada y reunida en asamblea, compuesta por todos los ciudadanos de la metrópoli que no habían perdido sus derechos cívicos, y sus poderes eran para todos los fines y efectos. Esta iglesia nombraba y destituía magistrados, dirigía la política de la ciudad y distribuía los fondos públicos, entre otras atribuciones importantes. Más adelante, el mundo romano no tradujo la palabra ekklesia, sino que la transliteró, resultando en el latín ecclesia, y la usó de la misma forma que los griegos.
En el Israel dominado por el Imperio Romano, encontramos que el Señor Jesús invirtió la mayor parte de su tiempo en proclamar “el evangelio del reino”, y no habló mucho de la “ekklesia”. Sin embargo, sus pocas referencias al respecto no significan que le restó poder a la misma, pues su sola afirmación de que “… las Puertas del Hades (los poderes de la muerte) no prevalecerán contra ella” (Mateo 16:18 – NBLH), dejó claro que no estaba describiendo a un grupo de ovejitas temerosas e indefensas, sino a una entidad de gobierno divino, como se vería posteriormente, luego de su muerte y resurrección (2 Timoteo 1:7; 2 Corintios 10:4-5).
Veamos algunos pasajes de las Escrituras, que nos dan luz al respecto de la iglesia:
·         “… En aquel día se desató una gran persecución en contra de la iglesia en Jerusalén…” (Hechos 8:1 – NBLH). ¿Nos podemos imaginar una persecución desatada contra un local o un edificio? Por supuesto que no.

·         “… reuniéndose con la iglesia y enseñando a gran cantidad de gente…” (Hechos 11:26 – PDT). Cuando nos reunimos con nuestros hermanos en una casa para estudiar la Palabra, ¿Nos estamos reuniendo con la iglesia? (Romanos 16:3-5) Claro que sí; de eso, no hay duda.

·         “… El hombre deja a su padre y a su madre, y se une a su esposa, y los dos se convierten en uno solo. Eso es un gran misterio, pero ilustra la manera en que Cristo y la iglesia son uno” (Efesios 5:31-32, NTV). ¿El lugar de reunión es uno con Cristo? Estamos seguros que no.
En este punto, considero importante recalcar: LA IGLESIA NO ES EL LOCAL FÍSICO EN DONDE NOS REUNIMOS; de hecho, ni Cristo ni sus discípulos se refirieron a la iglesia como a un lugar, sino que siempre hicieron alusión a una reunión de personas, a la que se le dio el título de “iglesia”. En el Antiguo Pacto, el pueblo iba al “templo” para “buscar” a Dios. En el Nuevo Pacto no vamos a ningún “templo”, porque… “¿Acaso no saben ustedes que son templo de Dios, y que el Espíritu de Dios vive en ustedes?”              (1 Corintios 3:16 – DHH). En otras palabras, hoy nos reunimos como hermanos en un local, por ejemplo (no es el templo), y lo hacemos, porque tenemos a Dios (no tenemos que buscarlo, pues Él está en nosotros; sólo debemos orar en cualquier lugar, y listo). Asimismo, en Cristo no nos reunimos para hacer culto, pues es nuestra vida la principal ofrenda que al Señor le agrada (Romanos 12:1). Con respecto al culto que se hacía en el Antiguo Pacto, la Palabra de Dios afirma: “Todo esto es ahora un ejemplo para nosotros que demuestra que las ofrendas y los sacrificios no eran capaces de purificar la conciencia de los que adoraban de esa manera. Esas ofrendas y sacrificios tenían que ver sólo con asuntos de comida, bebidas y ceremonias de purificación. Eran sólo reglas que servían únicamente hasta que Dios estableciera un nuevo orden” (Hebreos 9:9-10, PDT).
La mayoría de las congregaciones cristianas en la actualidad, manifiestan haber dejado atrás los ritos y ceremonias del Antiguo Pacto, pero lo que han hecho es sustituir lo anterior por ritos “cristianizados” para hacer culto, y esto no es lo que el Espíritu muestra en el Nuevo Pacto, el cual es integralmente espiritual (Romanos 14:17).
Decir cosas como “Voy a la iglesia”, demuestra que no se han revelado plenamente estas verdades del evangelio, y que se está hablando apegado a lo dictado por el sistema religioso, en donde se siguen conduciendo bajo esta mentalidad caduca de “ir al templo” a “hacer culto” a Dios, manipulando así a los más débiles, diciéndoles cosas como: “Te perdiste la bendición” (aunque ya fuimos bendecidos –  Efesios 1:3), entre otras cosas.  
Aunque esto pueda parecer irrelevante para algunos, tiene mucha importancia, pues recordemos que lo que hablamos, refleja lo que creemos (2 Corintios 4:13), y esto condiciona inevitablemente nuestro comportamiento. Si tenemos una mentalidad como si estuviéramos en el Antiguo Pacto, eso es lo que hablaremos (“voy al templo”, “voy al culto”), y por lo tanto, es lo que viviremos (buscando lo que ya tenemos, por ejemplo), lo cual no está conforme a la verdad presente en el Nuevo Pacto (Colosenses 2:10).
     Entonces, ¿Debemos congregarnos, es decir, reunirnos como iglesia? Por supuesto que sí (Hebreos 10:25); sin embargo, si estamos claros de quiénes somos (1 Pedro 2:9), dónde estamos en Cristo, y para qué nos reunimos, no seremos susceptibles a la manipulación religiosa.
La iglesia del Señor fue comprada con la sangre de Cristo (Hechos 20:28), y básicamente está conformada por la totalidad de las personas que hemos reconocido a Jesucristo como el Señor de nuestras vidas, y hemos nacido de nuevo. Siendo esto así, podemos declarar con seguridad dónde se encuentra la iglesia:”… Dios es tan rico en misericordia y nos amó tanto que, a pesar de que estábamos muertos por causa de nuestros pecados, nos dio vida cuando levantó a Cristo de los muertos. (¡Es sólo por la gracia de Dios que ustedes han sido salvados!) Pues nos levantó de los muertos junto con Cristo y nos sentó con él en los lugares celestiales…” (Efesios 2:4-6, NTV).
Hasta aquí podemos decir lo siguiente: Somos la iglesia del Señor, y estamos sentados en lugares celestiales… Vale preguntar: ¿Para qué nos reunimos? Se pueden decir muchas cosas, pero las 2 razones principales que la Palabra nos muestra son:
1. Para dar testimonios de fe y amor                     (Hechos 14:27; 3 Juan 1:5-6).
2. Para edificarnos mutuamente (1 Corintios 14:18-19).
Esto debe estar claro: Sí necesitamos reunirnos como iglesia, pero eso no quiere decir que si (por razones justificadas) no podemos congregarnos durante un período de tiempo determinado, Dios se aparta de nosotros. ¿Acaso hay algo que pueda separarnos del amor de Cristo? (Romanos 8:35-39). ¿Cómo hacían los esclavos que confesaban a Cristo durante el primer siglo? ¿Violaban la ley para ir a todas las reuniones?                 (1 Corintios 7:20-21; 1 Timoteo 6:1; 1 Pedro 2:18-20). Es de suponerse que muy probablemente no asistían tan regularmente a las reuniones de iglesia. ¿Estaban mal por eso? Cuando el apóstol Pablo estuvo encarcelado en muchas ocasiones, obviamente no podía reunirse con la iglesia                     (2 Timoteo 4:9-18), y estamos seguros de que Dios no lo abandonó, sino por el contrario, el propio ministro declaró: “He peleado la buena batalla, he terminado la carrera, he mantenido la fe” (2 Timoteo 4:7 – Traducción Kadosh).
     Aunque esto pueda ser malinterpretado, debo decir que Hebreos 10:25 hace referencia a no dejar de congregarse; en otras palabras, a no abandonar el excelente hábito de reunirse con la iglesia. El pasaje no está indicando la periodicidad con la que se debe asistir a la reunión, sino la mala costumbre que tienen algunos de abandonar.
¿Qué hacer entonces? “… Dejen que el Espíritu les renueve los pensamientos y las actitudes”                 (Efesios 4:23 – NTV). Cada creyente conoce sus situaciones, y deberá dejar que el Espíritu de Dios le muestre lo que ha de hacer con respecto a la agenda de actividades, la cual está supeditada a la voluntad del Señor, y no a las presiones religiosas de ciertos líderes que pretenden abusar de su autoridad. Por eso, me despido con esta oración apostólica:
Pido a Dios, el glorioso Padre de nuestro Señor Jesucristo, que les dé sabiduría espiritual y percepción, para que crezcan en el conocimiento de Dios. Pido que les inunde de luz el corazón, para que puedan entender la esperanza segura que él ha dado a los que llamó —es decir, su pueblo santo—, quienes son su rica y gloriosa herencia. También pido en oración que entiendan la increíble grandeza del poder de Dios para nosotros, los que creemos en él. Es el mismo gran poder que levantó a Cristo de los muertos y lo sentó en el lugar de honor, a la derecha de Dios, en los lugares celestiales. Dios ha puesto a Cristo por encima de cualquier autoridad, poder, gobierno o dominio, tanto de este mundo como del que está por venir. Sometió todas las cosas bajo los pies de Cristo, y a Cristo mismo lo dio a la iglesia como cabeza de todo. Pues la iglesia es el cuerpo de Cristo, de quien ella recibe su plenitud, ya que Cristo es quien lleva todas las cosas a su plenitud (Efesios 1:17-23).