Según
lo expresado en las Sagradas Escrituras, podemos definir el perdón como el acto
deliberado de pasar completamente por alto una ofensa, como si nunca hubiese
existido. En este artículo, procuraré brindar un esbozo útil para la iglesia acerca
de este tema, apreciando cómo interpretarlo y experimentarlo a la luz de la
verdad presente en el Nuevo Pacto.
En
el Antiguo Pacto se muestra al hombre pecador como un deudor, cuya deuda Dios absuelve;
esta absolución es tan eficaz, que Dios no ve ya los pecados, pues éstos quedan
como echados detrás de él (Isaías 38:17), o en lo profundo del mar (Miqueas
7:18-20). Asimismo, vemos que el Señor, por medio del profeta Jeremías
(31:31-34), y en clara referencia a lo que había de ser cumplido en el Nuevo
Pacto, afirmó lo siguiente:
“He
aquí que vienen días en los cuales haré nuevo pacto con la casa de Israel y con
la casa de Judá. No como el pacto que hice con sus padres el día que tomé su
mano para sacarlos de la tierra de Egipto, pues ellos invalidaron mi pacto,
aunque fui Yo un marido para ellos. Pero éste es el pacto que haré con la casa
de Israel después de aquellos días: Daré mi Ley en su mente y la escribiré en
su corazón, y Yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo. Y no
enseñará más cada cual a su prójimo, y cada cual a su hermano, diciendo:
¡Conoce a YHVH!, porque todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta
el más grande. Porque perdonaré su
maldad, y no me acordaré más de sus pecados” (Biblia Textual).
Sin
lugar a dudas, podemos afirmar entonces que junto al perdón divino se encuentra
el olvido de las ofensas, razón por la cual el escritor de la Carta a los
Hebreos (10:12,14-17), confirmando lo escrito por el profeta Jeremías, señaló
que Cristo:
“…
habiendo ofrecido un solo sacrificio para siempre por los pecados, se sentó a
la diestra de Dios... Porque con una
sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados. Y nos
testifica también el Espíritu Santo, porque después de haber dicho: Este es el
pacto que haré con ellos: Después de aquellos días: Pondré mis leyes en sus
corazones, y en sus mentes las escribiré; añade: Y ya nunca más me acordaré de
sus pecados…”.
Como
hijos de Dios, elegidos desde antes de la fundación del mundo, caminamos libres
de culpa, conscientes que el sacrificio de Cristo fue más que suficiente para
que Dios perdonara TODOS nuestros pecados para siempre. Aun cuando esto podría
ser un tanto difícil de aceptar, debido a la educación religiosa legalista
recibida, es probable que sea más digerible (en muchos ámbitos) que la puesta
en práctica del perdón de nosotros hacia nuestro prójimo. Veamos qué encontramos
en Su Palabra:
“Entonces
Pedro fue y preguntó a Jesús: –Señor, ¿cuántas
veces deberé perdonar a mi hermano, si me hace algo malo? ¿Hasta siete? Jesús
le contestó: –No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por
esto, sucede con el reino de los cielos como con un rey que quiso hacer cuentas
con sus funcionarios. Estaba comenzando a hacerlas cuando le presentaron a uno
que le debía muchos millones. Como aquel funcionario no tenía con qué pagar, el
rey ordenó que lo vendieran como esclavo, junto con su esposa, sus hijos y todo
lo que tenía, para que quedara pagada la deuda. El funcionario se arrodilló
delante del rey, y le rogó: 'Tenga usted paciencia conmigo y se lo pagaré
todo', y el rey tuvo compasión de él; así que le perdonó la deuda y lo puso en
libertad. Pero al salir, aquel funcionario se encontró con un compañero suyo
que le debía una pequeña cantidad. Lo agarró del cuello y comenzó a
estrangularlo, diciéndole: '¡Págame lo que me debes!' El compañero,
arrodillándose delante de él, le rogó: 'Ten paciencia conmigo y te lo pagaré
todo'. Pero el otro no quiso, sino que lo hizo meter en la cárcel hasta que le
pagara la deuda. Esto dolió mucho a los otros funcionarios, que fueron a
contarle al rey todo lo sucedido. Entonces el rey lo mandó llamar, y le dijo:
'¡Malvado! yo te perdoné toda aquella deuda porque me lo rogaste. Pues tú
también debiste tener compasión de tu compañero, del mismo modo que yo tuve
compasión de ti', y tanto se enojó el rey, que ordenó castigarlo hasta que
pagara todo lo que debía. Jesús añadió: –Así hará también con ustedes mi Padre
celestial, si cada uno de ustedes no perdona de corazón a su hermano” (Mateo
18:21-35, DHH).
¡Es
evidente que el negarnos a perdonar tiene consecuencias duras! Imaginemos por
un momento a una persona que no ha sido perdonada por nosotros, pero que ha
recibido el perdón del Rey… ¿Realmente creemos que la puede estar pasando mal?
Sin embargo, cuando no hemos perdonado (es decir, que no hemos pasado por alto
la ofensa), somos nosotros los que estamos limitados con el peso del rencor que
cargamos.
Como
pueblo de Dios, redimidos por la sangre de Cristo, debemos estar claros acerca
de cuál es la base por la cual el Señor nos ordena (en el Nuevo Pacto) a
perdonar. Cuando perdono a alguien, no lo hago pensando en lo bueno que soy, y
que esa es la razón por la que estoy pasando por alto la ofensa; no. Cuando
perdono, lo hago porque Dios perdonó TODOS mis pecados, y así como Él lo hizo,
yo debo hacerlo con quien lo necesite. Los escritos apostólicos dan luces al
respecto:
“Sea quitada de ustedes toda amargura, enojo,
ira, gritos, insultos, así como toda malicia. Sean más bien amables unos con
otros, misericordiosos, perdonándose
unos a otros, así como también Dios los perdonó en Cristo” (Efesios 4:31-32,
Nueva Biblia de Los Hispanos).
Si
bien fuimos hechos perfectos PARA SIEMPRE, por lo que los santos seremos
preservados hasta el final, no estamos exentos de distraernos con “zorras pequeñas”
(Cantares 2:15), que pueden enredarnos “en los negocios de la vida” (2 Timoteo
2:4), y que al final de cuentas, no permanecen para nuestra recompensa (1
Corintios 3:14-15). Ejemplo de ello, y según el pasaje anterior, pudiésemos
mencionar: amargura, enojo, ira…
emociones que atan nuestra movilidad en el ministerio que el Señor nos dio: “… Tengan
cuidado de que no brote ninguna raíz venenosa de amargura, la cual los
trastorne a ustedes y envenene a muchos” (Hebreos 12:15 – NTV).
“Dios
los escogió y los hizo su pueblo santo porque los ama. Por eso, vivan siempre
con compasión, bondad, humildad, gentileza y mucha paciencia. No se enojen unos
con otros, más bien, perdónense unos a otros. Cuando alguien haga algo malo, perdónenlo, así como también el Señor
los perdonó a ustedes. Pero lo más importante de todo es que se amen unos a
otros, porque el amor es lo que los mantiene perfectamente unidos. Permitan que la paz de Cristo controle siempre
su manera de pensar, pues Cristo los ha llamado a formar un solo cuerpo
para que haya paz; y den gracias a Dios siempre” (Colosenses 3:12-15, Palabra de Dios para Todos).
El
apóstol le escribe a la iglesia de Colosas, invitándoles para que permitieran
que “la paz de Cristo” controlara SIEMPRE su manera de pensar. Esta invitación,
orden o mandamiento, se produce luego de que les escribe del perdón; esto no parece
casual. Es evidente que el perdonar permite que la paz de Cristo controle
nuestra manera de pensar… Todo esto lo podemos hacer, porque tenemos el amor
(ágape) de Dios en nuestras vidas, y el propio Pablo escribió acerca de eso, lo
siguiente: “El amor es paciente, es
bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta
con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor (1 Corintios 13:4-5, Nueva Versión Internacional). Cuando perdonamos (pasamos por alto
la ofensa), manifestamos al mundo lo siguiente (basado en las Escrituras):
1.
El Espíritu del Padre, un Espíritu de amor, habita en
nosotros, quien nos perdonó en Cristo.
2.
Somos libres de cualquier tipo de amargura, enojo o
ira, que pueda distraernos y nos inmovilice en nuestro llamado ministerial en
el Cuerpo de Cristo.
3.
Confiamos en un Dios justo, el cual se encargará de la
persona que nos hirió.
El
hecho de que perdonemos, no significa que actuaremos como unos tontos. Pasamos
por alto la ofensa, porque es nuestra naturaleza de amor, y así no nos
contaminamos con rencores. Sin embargo, si sabemos o creemos que la otra
persona no está arrepentida, debemos cuidarnos de dicha persona, afirmando (por
ejemplo) como el apóstol Pablo en su Segunda Carta a Timoteo (4:14-15): “Alejandro
el calderero me ha hecho muchos males; el
Señor le pagará conforme a sus obras. Guárdate tú también de él, pues en
gran manera se opuso a nuestras palabras”.
¡La paz de Cristo controla mi manera de pensar,
porque he aprendido a perdonar! Exhortemos a nuestros hermanos, tal como se
escribió antaño: “… dejemos a un lado todo lo que nos estorba…” (Hebreos 12:1),
y vivamos juntos como Cuerpo la inigualable experiencia de no sólo ser libres
espiritualmente, sino que nuestra mente y emociones estén igualmente saludables,
pasando por alto las ofensas recibidas, por más fuertes que parezcan: “Todo lo
puedo en el que me fortalece” (Filipenses 4:13).
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