Si hay una palabra que abarca el maravilloso evangelio que predicamos, y que obviamente se encuentra presente de principio a fin en todo el mensaje recibido, esta es: “gracia”, término que proviene del griego “charis”, y que suele definirse de manera general como el favor inmerecido de Dios hacia nosotros. En el Nuevo Pacto, la gracia está centrada en la persona de Jesucristo. Él – más allá de ser el portador por excelencia - es la gracia de Dios (Juan 1:17), manifestada por acción de la voluntad divina.
Constantemente vemos en los escritos apostólicos cómo la gracia de Dios es mucho más que un concepto abstracto; simplemente es Cristo en nosotros, con quien somos uno (1 Corintios 6:17). Cuando se nos revela entonces que fuimos escogidos desde antaño para recibir la gracia de Dios (1 Pedro 1:10), entendemos que es imposible escapar de la gracia salvadora del Señor, pues quienes hemos sido predestinados para ser Sus hijos, seremos preservados hasta el final (1 Pedro 1:3-5).
Ahora bien, en las enseñanzas neotestamentarias encontramos también que los apóstoles en ciertas ocasiones usaron esta palabra (charis) para referirse a otros aspectos específicos… Veamos algunos ejemplos:
• “El ángel le dijo: «María, no temas. Dios te ha concedido su gracia” (Lucas 1:30 – RVC). Es obvio que el ángel no se refería a la salvación eterna, sino al privilegio de ser la madre del Mesías.
• “Todos hablaban bien de él y estaban asombrados de la gracia con la que salían las palabras de su boca. «¿Cómo puede ser? —preguntaban —. ¿No es éste el hijo de José?»” (Lucas 4:22 – NTV). Con toda seguridad, el escritor está señalando que las palabras de Jesús eran agradables al oído; no hay mayor interpretación.
• “Los apóstoles, a su vez, con gran poder seguían dando testimonio de la resurrección del Señor Jesús. La gracia de Dios se derramaba abundantemente sobre todos ellos” (Hechos 4:33 – NVI). Aquí el contexto en el que se desarrollan los acontecimientos, indica que la intención de lo que quiere transmitir el escritor (Lucas) es la misma que en el pasaje anterior: los apóstoles caían bien a la gente (en todo sentido).
• “Les escribo a todos ustedes, los amados de Dios que están en Roma y son llamados a ser su pueblo santo. Que Dios nuestro Padre y el Señor Jesucristo les den gracia y paz” (Romanos 1:7 - NTV). El apóstol Pablo oraba para que la iglesia romana tuviese gracia. Ciertamente no se refiere a la salvación, porque ya la iglesia es salva… ¿A qué se refería? Que el Señor te dé la gracia para discernirlo.
• “Y cuando vaya, a los que aprobéis por medio de cartas, a éstos enviaré para que lleven vuestra expresión de bondad [charis] a Jerusalem” (1 Corintios 16:3 – BTX). La gran mayoría de las traducciones castellanas de este pasaje sustituyen la palabra gracia por otra relativa a una ofrenda, donativo, etc. La razón es sencilla: el contexto nos indica lo que quiso transmitir el escritor.
• “Cuídense unos a otros, para que ninguno de ustedes deje de recibir la gracia de Dios. Tengan cuidado de que no brote ninguna raíz venenosa de amargura, la cual los trastorne a ustedes y envenene a muchos” (Hebreos 12:15 – NTV). Al leer todo el capítulo, es decir, el contexto del versículo, nos damos cuenta que el apóstol no se está refiriendo a perder la gracia desde un punto de vista condenatorio, sino que está exhortando a la iglesia a no dejarse contaminar por el sistema (a no distraerse); pues aunque seamos salvos, podemos desechar la recompensa que el Señor quiere darnos por nuestras malas actitudes (1 Corintios 3:13-15).
En conclusión, la gracia de Dios nos alcanzó, y nada ni nadie nos podrá arrebatar de su mano (por Su Propósito Eterno), pero tengamos cuidado de mantenernos en un estado infantil, y negarnos a madurar, porque aunque ciertamente vivimos en la gracia, nuestro Dios justo nos disciplinará cuando sea necesario, y mi encomienda como ministro es advertirte para que no pases por momentos difíciles innecesariamente… ¡Salud en Cristo a mis queridos hermanos… Bendecidos!
Pertenezco a un Reino, y a él me debo... Camino diariamente hacia mi destino profético, bendecido siempre y en todo, y viviendo mi mejor temporada... sin final!
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20 mayo 2019
11 diciembre 2018
Avivando el Fuego
“Me acuerdo de tu fe sincera…
Por esta razón, te recuerdo que avives el fuego del don espiritual que Dios te
dio… Pues Dios no nos ha dado un espíritu de temor y timidez sino de poder,
amor y autodisciplina” (2 Timoteo 1:5-7, NTV).
La fe sincera que había
en Timoteo, ocasionó que su padre (el apóstol Pablo) le recordara que avivara
el fuego del don que Dios le había dado. Si Pablo hubiese tenido dudas con
respecto a la sinceridad de la fe de Timoteo, muy probablemente no le fuese
hecho el recordatorio, por cuanto estamos llamados a edificar el Cuerpo de
Cristo, y no a entretenernos (perdiendo el tiempo), procurando el perfeccionamiento
de gente que es cristiana, pero no ha nacido de nuevo.
El don al que Pablo se refería en el caso de
Timoteo, era el que lo constituía como testigo del Señor (1:8), es decir,
como predicador o maestro del evangelio; sin embargo, de manera general,
sabemos que “A cada uno de nosotros se nos da un don espiritual para que nos
ayudemos mutuamente” (1 Corintios 12:7 – NTV), esto es, en el Cuerpo de Cristo,
es decir, Su iglesia, que no apunta para nada a la organización religiosa a la
que perteneces, sino más bien a manifestar el don entre nuestros hermanos en la
fe, en el contexto de una profunda comunión espiritual.
La palabra griega que
emplea el apóstol para indicarle a su hijo que avivara el fuego, es anazopuréo, y ésta denota “volver a
encender, o mantener plenamente encendida una llama” (Diccionario Expositivo
VINE, 1999). Conforme a las palabras apostólicas, podemos afirmar lo siguiente:
El don espiritual que Dios te dio, tiene
un fuego, y ese fuego debemos mantenerlo plenamente encendido. Notemos que
Pablo no señala que Dios avivará el fuego, pues eso no le corresponde al Señor.
Ya Dios te dio el don, y ahora es tu responsabilidad mantener su fuego avivado.
Pero, ¿cómo avivamos el fuego?
La mayoría de los
maestros con cierta influencia religiosa, tenderán a mistificar el pasaje, y te
dirán que se refiere “al fuego del Espíritu”, y relacionarán esta frase con el
hecho de realizar muchos sacrificios religiosos para “encender la llama” de
nuestra vida cristiana. Expresiones como: “Debes meterte en ayuno”, “Hay que
hacer una vigilia de oración” o “Levántate de madrugada a orar” son típicas en
estos escenarios; y no es que está mal hacer eso, sólo que ese mensaje no es el
que se desprende de la exhortación de Pablo a Timoteo que tratamos en este
momento.
La clave para
responder objetivamente a la pregunta que nos hicimos, está en las palabras
apostólicas del verso 7:
1. Dios no nos ha dado un espíritu de temor y timidez.
2. Dios nos dio un espíritu de:
·
Poder (dúnamis: fuerza, capacidad).
·
Amor (agápe: es Dios mismo, según 1 Juan 4:8).
· Autodisciplina
(sofronismós: control de nosotros mismos, sobriedad, prudencia).
¿Cómo avivamos el fuego del don que Dios nos dio?
Simplemente actuando conforme a la naturaleza que hemos recibido en Cristo. El
énfasis del apóstol no está en algo místico, sino en la acción de todo nuestro ser (espíritu, alma y cuerpo) a la causa
divina:
Recibimos poder (un cuerpo) para hacer lo que se nos encomendó, y tú
sabes bien lo que el Señor ha puesto en tu espíritu. Debemos hacerlo con el espíritu de amor que nos gobierna (1 Corintios 13:4-8), pero con la autodisciplina correspondiente (el alma
sujeta) que nos prevenga de los molestos excesos, que lejos de edificar,
mutilan el cuerpo. Así que el momento perfecto para avivar el fuego es ahora,
pues ya tenemos todo lo que necesitamos
para operar en el don (Colosenses 2:10), sin ser defraudados… ¡Manos a la
obra!
10 febrero 2018
Disfrutando la Vida Eterna
En nuestro caminar en el Señor, nos encontramos con muchas
interrogantes, que a medida que avanzamos en el conocimiento pleno de Cristo
(Efesios 4:13), se van respondiendo. Sin embargo, es un hecho reconocido que las
respuestas que obtenemos de manera general en un momento dado, obedecen en
muchas ocasiones (si no todas) a ideas y/o conceptos preconcebidos con respecto
a los asuntos teológicos que nos embargan. Habitualmente, estas líneas de
pensamiento son forjadas desde nuestra niñez biológica y en el evangelio, principalmente
a través de nuestros padres y tutores, además de la información empírica que
recibimos en el trayecto.
Con lo señalado en el
párrafo anterior, pretendo establecer una plataforma sobre la que edificaré lo
que considero es una verdad balsámica para muchos hermanos que han sido
asaltados por la duda en algún momento de su transitar en la fe. La seguridad que tenemos en Cristo no tiene
parangón con ninguna promesa efímera de sosiego que nos pueda ofrecer algún concilio
religioso en su cuerpo doctrinal dogmático. Así que, reconociendo esto como
verdad incuestionable de la Palabra de Dios, comenzamos entonces…
En el Nuevo Testamento
encontramos que usaban 2 palabras en griego para referirse a lo que hoy vemos
traducido como “vida”. Estas palabras fueron “psuque”: aliento, hálito de vida, y por ende, el alma, en la
mayoría de sus acepciones; y “zoé”: vida
en el sentido absoluto, vida como la tiene Dios, aquello que el Padre tiene en
sí mismo, y que el Hijo manifestó en el mundo (1 Juan 1:2).
Para ver esto con
mayor claridad, citaré un versículo ejemplar en donde Jesús empleó las 2
palabras: “El que ama su vida [psuque:
alma], la pierde; y el que aborrece su vida [psuque: alma] en este mundo, la guardará para vida [zoé] eterna [aionios]” (Juan 12:25). Si
bien es cierto que no necesitamos ser unos eruditos bíblicos para discernir rápidamente
lo que quiso decir nuestro Señor en este pasaje, en cuanto a que lo espiritual del Reino de Dios es más
importante que los deseos terrenales de nuestras almas, también es cierto
que cuando observamos las palabras griegas utilizadas en esta ocasión, podemos
comprender mejor la diferencia en la aplicación de ambos términos, y recibimos
entonces con alegría declaraciones como éstas:
·
“El que cree en el Hijo, tiene vida eterna…” (Juan 3:36).
·
“De cierto, de cierto les
digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no será
condenado, sino que ha pasado de
muerte a vida” (Juan 5:24).
·
“Les aseguro que quien cree,
tiene vida eterna” (Juan 6:47).
· “Las que son mis ovejas,
oyen mi voz; y yo las conozco, y ellas me siguen. Y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de
mi mano. Mi Padre, que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede
arrebatar de la mano de mi Padre” (Juan 10:27-29).
· “… la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, nuestro Señor”
(Romanos 6:23).
·
“Este es el testimonio: Dios nos ha dado vida eterna, y esa
vida se encuentra en su Hijo. El que tiene al Hijo tiene esa vida, pero el que
no tiene al Hijo de Dios, no la tiene. Les escribo esto a ustedes que creen en
el Hijo de Dios, para que sepan que
tienen vida eterna” (1 Juan 5:11-13).
No hay duda entonces de que la vida eterna en Cristo
es una realidad vigente para nosotros, y no algo que tenemos que esperar para
disfrutar. El propio Jesús lo definió de esta manera: “Esta es la vida eterna: que ellos te conozcan a ti, el único Dios
verdadero, y a Jesucristo a quien tú enviaste” (Juan 17:3). El recibir esta
revelación nos libera de muchos temores que se hacen presentes por la
ignorancia evidente de la Palabra de Dios en buena parte de la iglesia, y que,
en muchas ocasiones, es aprovechada por líderes u organizaciones religiosas
para manipular y generar dependencia en ellos.
Uno de los temas en cuestión, que ha sido
erróneamente aplicado al pueblo de Dios, es el que tiene que ver con la
blasfemia, específicamente aquella que va dirigida contra el Espíritu Santo.
Por tal motivo, me dispongo a dar luz con respecto a esta temática, que puede
significar (para quienes son niños en el Señor) un escollo en su caminar, pero
que debe ser entendida y asumida con madurez
y objetividad, según la verdad
presente en nosotros como iglesia.
Se estima que la palabra “blasphemia” proviene del griego “blapto” (dañar) y “feme” (habla).
Entonces, en un sentido literal, significa simplemente: “hablar para dañar” (injuriar). La blasfemia tiene en la Sagrada Escritura un sentido más amplio
que en el lenguaje común. Incluía la calumnia,
y abarca cualquier palabra o acto ofensivo a
la majestad divina.
Para evitar todo lo más posible esto último, llegó
incluso a omitirse la pronunciación misma del nombre sagrado de Dios (YHWH)
sustituyéndolo con «Adonai» («Señor»). En el Nuevo Testamento, blasfemia
significa la usurpación por el hombre de
las prerrogativas divinas. Los enemigos de Jesús lo acusaron de blasfemia
(Mateo 26:63-65; Juan 10:30-33), porque no reconocían su deidad. Los
evangelistas consideran blasfemia toda injuria a Cristo.
En una ocasión, los religiosos afirmaron que Jesús
echaba fuera a los demonios utilizando un poder diabólico, menospreciando así
la obra del Espíritu Santo. Es allí cuando el Señor hace una declaración que
hasta el día de hoy puede atormentar a muchos que temen haber cometido este
pecado, o que se angustian ante la posibilidad de cometerlo: “Les aseguro que
todos los pecados y blasfemias se les perdonarán a todos por igual, excepto a
quien blasfeme contra el Espíritu Santo. Éste no tendrá perdón jamás; es culpable de un pecado eterno” (Marcos
3:28-29).
En el pasaje anterior, la clave está en que quien blasfema
contra el Espíritu, lo hace porque ya
está condenado… Esto no es comprensible con nuestra mente natural, pero la
realidad espiritual es que la persona que blasfema contra el Espíritu Santo, lo
hace porque (desde la eternidad) ES
culpable (Proverbios 16:4), y por eso, obra de esa manera irreversiblemente. Ahora,
para quienes se inquietan por esto, he
aquí unas palabras de tranquilidad:
Cuando nacimos de
nuevo (2 Corintios 5:17), fuimos
sellados con el Espíritu Santo (Efesios 1:13), pues Él vino a morar en
nosotros (Juan 14:17; 1 Corintios 3:16) eternamente (Hebreos 10:14); no como en
el Antiguo Pacto, en donde el Espíritu visitaba al pueblo… Ahora nos habita. Nosotros
somos hijos (Juan 1:12-13), y aunque fallemos en algún momento, no dejamos de
serlo (Romanos 8:38-39), si bien es cierto que recibimos disciplina como lo que
somos: hijos (Hebreos 12:6-11), pero en ninguna parte del Nuevo Pacto
encontramos que el Espíritu se aparta de nosotros, una vez que fuimos sellados.
El Espíritu Santo se
puede entristecer (Efesios 4:30), pues cuando satisfacemos los deseos de
nuestra naturaleza humana (Gálatas 5:16-17), lo “apagamos” (1 Tesalonicenses
5:19), es decir, detenemos su obra transformadora en nosotros y a través de
nosotros; sin embargo, aunque esto pueda suceder en un momento dado, no se nos
dice que quedaremos huérfanos, debido a que nuestra adopción como hijos no
depende de lo que hagamos o dejemos de hacer… depende simple y llanamente de lo
que Cristo hizo en la cruz (pura gracia).
Así que, es obvio que,
si el Espíritu Santo vive en nosotros, por más distraídos que nos encontremos
en algún momento, nunca blasfemaremos contra Él, porque nuestra nueva naturaleza
no puede concebir eso, y como escribió el teólogo Arthur Gabriel Hebert: “A las
personas que se sienten atormentadas en su alma por el temor de haber cometido
el pecado contra el Espíritu Santo, se les debería decir, en la mayoría de los
casos, que su misma preocupación es
prueba de que no han cometido dicho pecado”.
“Por lo demás,
hermanos, piensen en todo lo que es
verdadero, en todo lo honesto, en todo lo justo, en todo lo puro, en todo lo
amable, en todo lo que es digno de alabanza; si hay en ello alguna virtud, si
hay algo que admirar, piensen en ello” (Filipenses 4:8). Tenemos bastantes
cosas productivas en qué pensar, como para gastar nuestro tiempo en temores inútiles…
Disfrutemos lo que nos ha sido dado:
vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro, e impregnemos a los demás de Su esplendoroso
aroma como fieles embajadores.
28 noviembre 2016
¿Cómo Perdonar la Ofensa?
Según
lo expresado en las Sagradas Escrituras, podemos definir el perdón como el acto
deliberado de pasar completamente por alto una ofensa, como si nunca hubiese
existido. En este artículo, procuraré brindar un esbozo útil para la iglesia acerca
de este tema, apreciando cómo interpretarlo y experimentarlo a la luz de la
verdad presente en el Nuevo Pacto.
En
el Antiguo Pacto se muestra al hombre pecador como un deudor, cuya deuda Dios absuelve;
esta absolución es tan eficaz, que Dios no ve ya los pecados, pues éstos quedan
como echados detrás de él (Isaías 38:17), o en lo profundo del mar (Miqueas
7:18-20). Asimismo, vemos que el Señor, por medio del profeta Jeremías
(31:31-34), y en clara referencia a lo que había de ser cumplido en el Nuevo
Pacto, afirmó lo siguiente:
“He
aquí que vienen días en los cuales haré nuevo pacto con la casa de Israel y con
la casa de Judá. No como el pacto que hice con sus padres el día que tomé su
mano para sacarlos de la tierra de Egipto, pues ellos invalidaron mi pacto,
aunque fui Yo un marido para ellos. Pero éste es el pacto que haré con la casa
de Israel después de aquellos días: Daré mi Ley en su mente y la escribiré en
su corazón, y Yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo. Y no
enseñará más cada cual a su prójimo, y cada cual a su hermano, diciendo:
¡Conoce a YHVH!, porque todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta
el más grande. Porque perdonaré su
maldad, y no me acordaré más de sus pecados” (Biblia Textual).
Sin
lugar a dudas, podemos afirmar entonces que junto al perdón divino se encuentra
el olvido de las ofensas, razón por la cual el escritor de la Carta a los
Hebreos (10:12,14-17), confirmando lo escrito por el profeta Jeremías, señaló
que Cristo:
“…
habiendo ofrecido un solo sacrificio para siempre por los pecados, se sentó a
la diestra de Dios... Porque con una
sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados. Y nos
testifica también el Espíritu Santo, porque después de haber dicho: Este es el
pacto que haré con ellos: Después de aquellos días: Pondré mis leyes en sus
corazones, y en sus mentes las escribiré; añade: Y ya nunca más me acordaré de
sus pecados…”.
Como
hijos de Dios, elegidos desde antes de la fundación del mundo, caminamos libres
de culpa, conscientes que el sacrificio de Cristo fue más que suficiente para
que Dios perdonara TODOS nuestros pecados para siempre. Aun cuando esto podría
ser un tanto difícil de aceptar, debido a la educación religiosa legalista
recibida, es probable que sea más digerible (en muchos ámbitos) que la puesta
en práctica del perdón de nosotros hacia nuestro prójimo. Veamos qué encontramos
en Su Palabra:
“Entonces
Pedro fue y preguntó a Jesús: –Señor, ¿cuántas
veces deberé perdonar a mi hermano, si me hace algo malo? ¿Hasta siete? Jesús
le contestó: –No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Por
esto, sucede con el reino de los cielos como con un rey que quiso hacer cuentas
con sus funcionarios. Estaba comenzando a hacerlas cuando le presentaron a uno
que le debía muchos millones. Como aquel funcionario no tenía con qué pagar, el
rey ordenó que lo vendieran como esclavo, junto con su esposa, sus hijos y todo
lo que tenía, para que quedara pagada la deuda. El funcionario se arrodilló
delante del rey, y le rogó: 'Tenga usted paciencia conmigo y se lo pagaré
todo', y el rey tuvo compasión de él; así que le perdonó la deuda y lo puso en
libertad. Pero al salir, aquel funcionario se encontró con un compañero suyo
que le debía una pequeña cantidad. Lo agarró del cuello y comenzó a
estrangularlo, diciéndole: '¡Págame lo que me debes!' El compañero,
arrodillándose delante de él, le rogó: 'Ten paciencia conmigo y te lo pagaré
todo'. Pero el otro no quiso, sino que lo hizo meter en la cárcel hasta que le
pagara la deuda. Esto dolió mucho a los otros funcionarios, que fueron a
contarle al rey todo lo sucedido. Entonces el rey lo mandó llamar, y le dijo:
'¡Malvado! yo te perdoné toda aquella deuda porque me lo rogaste. Pues tú
también debiste tener compasión de tu compañero, del mismo modo que yo tuve
compasión de ti', y tanto se enojó el rey, que ordenó castigarlo hasta que
pagara todo lo que debía. Jesús añadió: –Así hará también con ustedes mi Padre
celestial, si cada uno de ustedes no perdona de corazón a su hermano” (Mateo
18:21-35, DHH).
¡Es
evidente que el negarnos a perdonar tiene consecuencias duras! Imaginemos por
un momento a una persona que no ha sido perdonada por nosotros, pero que ha
recibido el perdón del Rey… ¿Realmente creemos que la puede estar pasando mal?
Sin embargo, cuando no hemos perdonado (es decir, que no hemos pasado por alto
la ofensa), somos nosotros los que estamos limitados con el peso del rencor que
cargamos.
Como
pueblo de Dios, redimidos por la sangre de Cristo, debemos estar claros acerca
de cuál es la base por la cual el Señor nos ordena (en el Nuevo Pacto) a
perdonar. Cuando perdono a alguien, no lo hago pensando en lo bueno que soy, y
que esa es la razón por la que estoy pasando por alto la ofensa; no. Cuando
perdono, lo hago porque Dios perdonó TODOS mis pecados, y así como Él lo hizo,
yo debo hacerlo con quien lo necesite. Los escritos apostólicos dan luces al
respecto:
“Sea quitada de ustedes toda amargura, enojo,
ira, gritos, insultos, así como toda malicia. Sean más bien amables unos con
otros, misericordiosos, perdonándose
unos a otros, así como también Dios los perdonó en Cristo” (Efesios 4:31-32,
Nueva Biblia de Los Hispanos).
Si
bien fuimos hechos perfectos PARA SIEMPRE, por lo que los santos seremos
preservados hasta el final, no estamos exentos de distraernos con “zorras pequeñas”
(Cantares 2:15), que pueden enredarnos “en los negocios de la vida” (2 Timoteo
2:4), y que al final de cuentas, no permanecen para nuestra recompensa (1
Corintios 3:14-15). Ejemplo de ello, y según el pasaje anterior, pudiésemos
mencionar: amargura, enojo, ira…
emociones que atan nuestra movilidad en el ministerio que el Señor nos dio: “… Tengan
cuidado de que no brote ninguna raíz venenosa de amargura, la cual los
trastorne a ustedes y envenene a muchos” (Hebreos 12:15 – NTV).
“Dios
los escogió y los hizo su pueblo santo porque los ama. Por eso, vivan siempre
con compasión, bondad, humildad, gentileza y mucha paciencia. No se enojen unos
con otros, más bien, perdónense unos a otros. Cuando alguien haga algo malo, perdónenlo, así como también el Señor
los perdonó a ustedes. Pero lo más importante de todo es que se amen unos a
otros, porque el amor es lo que los mantiene perfectamente unidos. Permitan que la paz de Cristo controle siempre
su manera de pensar, pues Cristo los ha llamado a formar un solo cuerpo
para que haya paz; y den gracias a Dios siempre” (Colosenses 3:12-15, Palabra de Dios para Todos).
El
apóstol le escribe a la iglesia de Colosas, invitándoles para que permitieran
que “la paz de Cristo” controlara SIEMPRE su manera de pensar. Esta invitación,
orden o mandamiento, se produce luego de que les escribe del perdón; esto no parece
casual. Es evidente que el perdonar permite que la paz de Cristo controle
nuestra manera de pensar… Todo esto lo podemos hacer, porque tenemos el amor
(ágape) de Dios en nuestras vidas, y el propio Pablo escribió acerca de eso, lo
siguiente: “El amor es paciente, es
bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta
con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor (1 Corintios 13:4-5, Nueva Versión Internacional). Cuando perdonamos (pasamos por alto
la ofensa), manifestamos al mundo lo siguiente (basado en las Escrituras):
1.
El Espíritu del Padre, un Espíritu de amor, habita en
nosotros, quien nos perdonó en Cristo.
2.
Somos libres de cualquier tipo de amargura, enojo o
ira, que pueda distraernos y nos inmovilice en nuestro llamado ministerial en
el Cuerpo de Cristo.
3.
Confiamos en un Dios justo, el cual se encargará de la
persona que nos hirió.
El
hecho de que perdonemos, no significa que actuaremos como unos tontos. Pasamos
por alto la ofensa, porque es nuestra naturaleza de amor, y así no nos
contaminamos con rencores. Sin embargo, si sabemos o creemos que la otra
persona no está arrepentida, debemos cuidarnos de dicha persona, afirmando (por
ejemplo) como el apóstol Pablo en su Segunda Carta a Timoteo (4:14-15): “Alejandro
el calderero me ha hecho muchos males; el
Señor le pagará conforme a sus obras. Guárdate tú también de él, pues en
gran manera se opuso a nuestras palabras”.
¡La paz de Cristo controla mi manera de pensar,
porque he aprendido a perdonar! Exhortemos a nuestros hermanos, tal como se
escribió antaño: “… dejemos a un lado todo lo que nos estorba…” (Hebreos 12:1),
y vivamos juntos como Cuerpo la inigualable experiencia de no sólo ser libres
espiritualmente, sino que nuestra mente y emociones estén igualmente saludables,
pasando por alto las ofensas recibidas, por más fuertes que parezcan: “Todo lo
puedo en el que me fortalece” (Filipenses 4:13).
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